Para algunos bailarines, el escenario es la tierra prometida. Como toda tierra prometida, se llega a ella después de un camino

    más largo, más corto, más liviano, más pesado… quién sabe?.

    Lo que es seguro es que, antes de besar ese suelo con los pies, este bailarín maldijo y bendijo miles de veces; a sí mismo,

    a sus compañeros y, con certeza absoluta, a su maestro.

    Se cayó y se levantó.

    Se sintió un fracasado y un héroe demasiadas veces durante una hora y media.

    Rezó muchas noches pidiendo lo que le faltaba: fuerza, resistencia, coordinación, oído, coraje.
    Celebró en voz baja lo que tenía (¿lo que le salía?).

    Entró y salió miles de veces del espejo, y hasta creyó que ese reflejo con su ropa y su pelo no era él.

    Cruzó las puertas del estudio, perplejo, feliz, enojado, furioso, exhausto, exaltado, triste, pleno, dolorido, inseguro, voraz.

    Y antes de pisar el escenario se encomendó a Dios, le cantó a los Orixás, le pidió protección a Buda y a Mahoma y tal vez la suerte no lo acompañó.

    La tierra prometida quizás no es lo que esperábamos, pero aún así es el lugar donde queremos bailar.

    La tierra prometida nunca es estática y todo lo que ocurre allí no es fortuito pero es necesariamente fugaz.

    La tierra prometida es un camino en sí misma, un camino en eterna construcción.




    afrogusu@gmail.com




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